No llueve. Es extraño, pero a veces
aunque no llueva llega la tristeza. En estos casos llega sin paraguas. No tiene
que esperar secarse en la entrada, así que pasa rápidamente. Se sienta y mira a
su alrededor como si nunca hubiera venido. Llega sin catarro, hablando con
tanta claridad que apenas se le reconoce. Pero no es sólo por su voz que se le
nota diferente. Se le ve más alta y radiante. Es como si estando seca aumentara
un par de centímetros, o como si durante ese tiempo en el que permaneció lejos,
la vida, también a ella, la hubiera tratado de maravilla.
Más tarde, ya terminada su
espectacular entrada, tú caes en cuenta. Ahí está ella, sentada junto a ti. Tan
grandota que casi te produce miedo. Tan preciosa que casi se te escapa un
cumplido. Y de pronto tú, con un coraje que no entiendes, la interrogas con una
mirada. Y ella te responde con un gesto la pregunta que le hiciste sin
palabras: “Sí, realmente soy yo, pero no te preocupes, sólo pasaba por aquí, hacía
mucho calor afuera y se me ocurrió que tal vez podrías ofrecerme algo de
tomar”. Y tú te haces el sorprendido, como debe ser, a pesar de que sientes
como si en este momento tan absurdo, en el que no llueve, la hubieras estado
esperando.
Entre ella que mira y reconoce y tú
que miras y especulas, pasan apenas algunos segundos. Pero pasan tal y como se
espera que pasen en estos momentos: como si fueran horas. Luego ella, sin dejar
de mirarte ni un momento, cambia la expresión en su rostro. Ahora está como
esperando que le hables. Tú piensas en decirle que te agrada verla pero no lo
haces. Eso puede no gustarle mucho, y en el fondo no quieres ofenderla. Le
ofreces vino y ella acepta. Después de un par de copas todo es diferente, hasta
te atreves a contarle de tus últimas alegrías y casi ríen juntos. De pronto, en
medio de la conversación, y sin que nadie se de cuenta, ha empezado a
llover.
Le
ofreces otra copa de vino y ella la rechaza alegando que no piensa excederse
con el licor, y concluye diciendo “no vaya a ser que terminemos amaneciendo
juntos”. Sin embargo, tú sigues tomando mientras la lluvia arrecia, y con una
botella de vino que está cada vez más vacía, la conversación se va haciendo más
incoherente, y ella se va haciendo más guapa. No estás seguro si es por causa
del alcohol, pero en ese momento jurarías que nunca te ha gustado tanto tu
tristeza. Así que, absolutamente ebrio, te llenas de valor y le pides que se
quede, mientras ella te quita la ropa y te ayuda a acostarte. Ella te regala
como respuesta una de esas sonrisas que se dan los amantes cuando quieren decir
que tal vez mañana. Luego te hace un guiño, se despide como si no fuera a
volver nunca, y se marcha bajo la lluvia. Es extraño, pero a veces aunque
llueva nos deja la tristeza.
Un texto por Gabriel Campos
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